Newsletter de marzo – Visita a San Mamés

 

Cuentan los que saben de esto que, a los quince minutos del partido de San Mamés, ya se veía que aquello iba para desastre. Es posible, pero no puedo confirmarlo. Me pasé los primeros veinte minutos haciendo visera con la mano encima de los ojos para que el sol, que casi se ocultaba tras la techumbre del estadio, no me cegase. Si me agachaba para intentar ver mejor, ese mismo sol se reflejaba y multiplicaba en las paredes de cristal —o de metacrilato o vaya usted a saber de qué– de la pecera en la que nos habían confinado y resultaba peor el remedio que la enfermedad. Por si fuera poco, el constante deambular de los seguratas del Athletic no ayudaba a concentrarse, ni en el partido ni en nada. Que si las tres primeras filas tienen que estar libres; que sí, que ésta es su localidad pero vaya a sentarse cinco filas más arriba porque aquí no puede; que si usted es un broncas por replicar a unos insultos y haga el favor de acompañarme a la puñetera calle… Todo muy respetuoso, muy amable, muy de hermanar equipos y aficiones. Vamos, como para que te pidan el campo para jugar la final de la Copa del Rey y mandarles a escardar cebollinos.

Cuando el sol desapareció tras la tribuna oeste, hecho que no evitó que los empleados de Athletic siguiesen incordiando como si no hubiera un mañana, pudimos centrarnos en el partido y en animar a los de blanco en la medida de lo posible. Y se pudo. A pesar de que cada cántico —de los miembros de la GRADA FANS, las diversas peñas desplazadas y los madridistas residentes en Euskadi, que los hay, y muchos, mal que les pese— era contestado por 50.000 enfervorecidas gargantas rojiblancas, el ánimo transmitido al equipo se hizo oír en el nuevo San Mamés.

¿Y el partido? Pues mal, gracias.

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