Ver el fútbol sin las anteojeras que ponen a la afición los administradores del pensamiento único. Nada mejor para eso que estos breves perfiles de jugadores que contribuyeron o contribuyen a los triunfos del Real Madrid, muchos de ellos maltratados por los medios de comunicación por las más diversas razones, desde la pura ignorancia futbolística a una estética retórica y cursi, pasando por el interés espurio.

Khedira

khedira

 

Los triunfos recientes de la selección española de fútbol han propiciado un curioso fenómeno: el futbolista es, prácticamente, el único español que puede triunfar sin ser odiado de forma mayoritaria. Siempre que cumpla escrupulosamente el manual de las buenas costumbres y se quede quietecito para salir bien en la foto. El éxito de un puñado de excelentes jugadores -las victorias españolas han sido eminentemente corales-, tras pasar por el ingenio simplificador de la prensa deportiva patria, ha mutado en una consigna alienante y repetitiva, que dirían en la secta de los movimientarios de ‘Los Simpson’: “futbolista español bueno, futbolista extranjero malo”.

Porque el futbolista español es bueno y además buena persona. Da consejos fáciles de entender (Xavi y el anti-fútbol) y, como aquellos tigres y leones de Torrebruno sabe que lo importante es participar, siendo ganar un atributo del buen juego al que llega por decantación, a ser posible ideológica. Hay cosas más importantes que la victoria -dijo Iniesta- aunque en el Madrid no las conocemos. Y el futbolista español además de buena persona, sabio y entregado a la causa del pase, para ser querido, debe ser bajito. Quizás sea una nostalgia de la posguerra, o quizás en España, sólo sea posible admirar al que provoca ternura a la chica, al que no es una amenaza.

Sami Khedira llegó a España sin más pedigrí que jugar en la selección alemana y ser el mejor jugador del Stuttgart. Tuvo un precio ajustado -10 millones- lo que le provocó la inmediata antipatía de los plumillas, incapacitados para sobreactuar su indignación como siempre que el Madrid acomete algún horrible dispendio a costa del hospital de huérfanos y las cajas de ahorros y montes de piedad. Además Sami era alto, fuerte, intenso y –provocación máxima- jugaba de mediocentro defensivo. Una posición satanizada en el Madrid desde tiempos de San Ignacio de Loyola, que ya clamaba desde el púlpito contra los extranjeros y las medidas defensivas inaceptables en un club con nuestra historia. Para más inri, el gigante alemán venía entrelazado con una preciosa rubia germánica, muy alejada de las novias aquellas de la quinta o los chicos de la Masía- discretas y amigas de sus labores- y tan cercana al monumento asombroso que fue Adriana, la hechizada por Karembeu. Karembeu, ídolo pasmado adorado por la bancada madridista menos prejuiciosa y ninguneado por los chicos del Txistu. Y en el Madrid la historia se repite y siempre como farsa.

Khedira, además de su vergonzante condición de extranjero, tiene la tara inadmisible de no ser un virtuoso con el balón en los pies. Porque en España, donde es asignatura troncal de Periodismo mirar por encima del hombro a las cuatro Copas del Mundo de Italia o a las tres de Alemania, impera una concepción del fútbol muy determinada y barroca, y se excluyen todas las demás.

Khedira, centrocampista titular del Real Madrid y de la selección alemana, es un excelente jugador de fútbol. Aquel jugador de ida y vuelta por el que suspiró Mou en sus primeros días en el Madrid. Siempre, como jugador madridista, el alemán ha sido una de las piezas más fiables y regulares del equipo de Mourinho. Guardia pretoriana, núcleo duro: uno de los que nunca fallan. Lo llamamos escolta de Xabi Alonso pero Sami tiene entidad propia como futbolista: Khedira es un solucionador de problemas y una brutal fuerza dinamizadora. Un ejemplo de libro de por qué en el fútbol es tan importante manejar el espacio como manejar el balón. Khedira es un manual táctico que siempre aparece en la posición adecuada, ya sea para dar un apoyo fácil a un compañero, para cubrir la salida del lateral, para ayudar a los centrales, para ganar rechaces en área contraria, para dominar los balones aéreos, para encimar al rival y no dejar que se gire. Es un pulpo acaparador de balones, pero además de eso es una dinamo en perpetuo movimiento, pesadilla para el rival que corre hacia el marco merengue y hermano de sangre en cualquier contraataque, siempre presente, devolviéndote la pelota en mejores circunstancias en las que él la recibió.

Khedira fue andamio al principio, sostenedor y socio ideal siempre, y es ahora mismo cosa cercana a un centrocampista total con voluntad de equipo por encima de todo. Sin necesidad de sobreactuarlo en la prensa, se deja retazos de la camiseta en cada embestida (gloriosos partidos contra el Barça en los que los infantes saltaban por los aires al contacto con nuestro grandullón) y sólo falto quizás del último gesto técnico que le permitiría engordar su cuenta de goles. Antaño le acribillaban en la previa –gran fortaleza física sin técnica ni imaginación, decían- clamando por el centrocampista exquisito y lánguido que le diera un cielo al Madrid, que parece que nunca termina de ganárselo. Con línea directa con San Ignacio, Santiago Segurola -relator oficial del Real- le exige a nuestros centrocampistas virtudes teologales que nadie cumple desde Guti. Españolidad, exquisitez, genio, desprecio al esfuerzo y sometimiento al pase. De Khedira siempre dijo que era un jugador invisible, de esos que sólo gustan a los entrenadores tácticos y a los periodistas pelotas, y como mucho dirá de él que tiene oficio. Para el Madrid, adjetivo menor y condescendiente. Formas españolas del ninguneo como antesala del insulto. Cierta mueca de desprecio al hablar del germano le delata como cristiano viejo. Le concede, eso sí, que es un hombretón que se esfuerza mucho. Y sin dilación, pasa a otro tema que lo táctico le aburre a este hombre sublime.

Khedira, que está hecho de fibra de carbono, juega y calla. Somete al espacio y siega la hierba bajo los pies del enemigo. Se desliza en todas direcciones ganando todos los pequeños duelos. Es el mejor de los jugadores intrahistóricos. La coda necesaria en un equipo fulminante. El jugador silencioso del que nadie habla ya en la previa. Y la razón es que con él, ganamos. Aunque digan que la victoria no es lo más importante. Pues bien, que nos la dejen a nosotros. Pero que no nos quiten a Sami. Khedira, una rubia, y ganar. Fútbol es fácil.

Arbeloa

Ilustración Arbeloa web

En el ecosistema del fútbol español, cualquier referencia a la batalla está prohibida. No es posible la frontalidad, ni la ambición sin ataduras ni máscaras. No es posible mirar de frente al enemigo, ir a por él, cazarlo y exhibir la pieza ante los tuyos. Hay que fingir, dar un rodeo, y llegar al mismo barro en el que siempre ha estado el juego, cargado con una mochila repleta de valores, rondos interminables e hipocresía. Cuando veo jugar a Álvaro Arbeloa: duro, seco, ajeno al hilo musical antimadridista, trazando una línea con la mirada: allá estáis vosotros, aquí nosotros y vamos a devolver cada golpe; me digo: no es posible que resista una temporada más. Pero ahí está y parece que desde siempre. Guardián de la banda, incordiando al mejor de los rivales hasta la desesperación, creciéndose en el castigo, no errando, corrigiendo la locura de sus compañeros y castigando al que se lo merece. Defendiendo sin más piedad que la que exige el reglamento. Juntando las piezas del equipo, en un club que tiende a bracear a mar abierto. Con la grandeza para ir arañando los títulos que otros traerán al cesto. Secó a Robben, dejó sin voz a Messi, zarandeó a Villa junto a Ramos –aquella vez en la que el asturiano fingió ser alcanzado por un francotirador- , no permite la tomadura del pelo del rondo en sus dominios, y acogota al jugador rival hasta dejarlo sin espacio e imponerle su gravedad. Su ley. Y ahí es donde empieza el eterno contraataque de este Madrid. En la presión del mejor soldado de la Guardia Real.

Para el parque infantil que es nuestro fútbol español, son demasiados pecados, y la prensa patriótica lo odia. Ellos quieren un Madrid operado todos los días a corazón abierto, desmantelado, ridiculizado, con síndrome de Estocolmo y convertido en un tour bien fotografiado con colmillos de plástico y un hacha de juguete. El viejo arsenal furioso, eso sí, en nuestra grandiosa mitología, bien empaquetada en las promociones del Marca y el As. Aquellos eran indomables y bien que lo celebran en los media, pero los de ahora, que sean animales de compañía, dóciles, y buenos compañeros de selección y de mantel. O eso, o la expulsión del paraíso. El limbo, el sitio donde yace Arbeloa riéndose de los pobres de espíritu. Fue nombrado anticatalán del mes por no pedir perdón a los ositos gummy de la masía. Defiende a su entrenador (¡qué osadía!) con templanza y con razones indiscutibles. Dicen que tira patadas por detrás, pero pocos jugadores hay más frontales y honestos en su juego. Y lo dicen unos señores emboscados tras los micros que no buscan respuesta, sino imponer su relato al jugador. Unos señores obsesionados con quitarle la palabra al futbolista español, ellos, que tanto dicen quererle. Pero no hacen mella; otros han caído, Arbeloa no.

La música del Real, cuando es tersa y despiadada, viene de algo antiguo, previo al fútbol. Al otro lado, donde están construyendo la catedral, todavía es descampado y unos chavales juegan entre las piedras. Mañana serán ruinas y los otros, mintiendo en nombre del Madrid, se llevarán las piedras. Querrán destruir el mito inaccesible para alimentar las barbacoas de la clase media. Pero los chicos seguirán. Fuera de la zona de confort, estrellando la pelota contra el muro. Llamando a las puertas. Muy pocos llegarán, apenas ninguno, y deben tener algo que a los demás se les escapa. Preguntada la grada oscura del Bernabéu contesta lacónica: lo de Arbeloa. Eso es. Juega sin mirar atrás, tiene la alegría salvaje en la victoria y el gesto triste de animal cautivo- pero no vencido- en la derrota. Le dicen de mirada altiva, y no hay duda, eso es un rastro del reino antiguo que lleva dentro. Es de la estirpe indesmayable, el escudo tatuado en la ingle, una crueldad hermosa: Álvaro Arbeloa; uno de los nuestros, un jugador del Real Madrid.